SEGUNDO.- La cuestión de fondo que debe resolverse es si mediante la
adjudicación del inmueble hipotecado ha de entenderse pagada la totalidad de
la deuda de la que deriva la presente ejecución, o por el contrario, únicamente
ha quedado extinguida en el valor nominal de adjudicación del inmueble,
subsistiendo por el resto.
En el presente caso, la finca hipotecada se adjudicó a la actora por decreto
de fecha 31 de marzo de 2011, firme, y por importe de 157.581,46 euros,
correspondientes al 50% del valor de tasación. Y ello como consecuencia
de que a la subasta celebrada en fecha 12 de julio de 2010 no acudieran
postores. La responsabilidad por la que se despachó la ejecución hipotecaria
ascendía a la cantidad de 261.482,74 euros de principal, incrementada en
78.444,82 euros presupuestados para intereses y costas.
El título que sirve de base a la presente ejecución es la primera copia de
la escritura de constitución de préstamo hipotecario de fecha 4 de septiembre
de 2007, en cuyo expositivo se limitaba la responsabilidad hipotecaria en garantía
del capital prestado a 250.000 euros, y se tasaba la finca (cláusula de
garantía III) a los únicos efectos de subasta, en la cantidad de 315.162,92
euros. Se hacía constar expresamente que tal valor no era reconocimiento de
precio de mercado.
Sentado lo cual, debe examinarse la naturaleza de la institución de la
adjudicación en pago en el proceso de ejecución judicial, y seguidamente, la
trascendencia de la conducta de ambas partes en la contratación, incluyendo la
constitución de la garantía hipotecaria, y el proceder de la acreedora en el
ejercicio de las opciones o posibilidades procesales que a la misma concede la
Ley, para determinar si a la luz de la legislación vigente en el momento de
producirse la adjudicación puede considerarse satisfecha la responsabilidad por
la que se ejecuta, o por el contrario, debe estimarse subsistente, en todo o en
parte.
TERCERO.-.- La adjudicación de bienes al ejecutante en el proceso es la
forma de apremio consistente en la entrega al ejecutante de los bienes afectos
a la ejecución (ya sea mediante embargo, o constitución de garantía real
sobre los mismos) por un valor cierto o por la totalidad de la
responsabilidad objeto de la ejecución. Históricamente, y en la legislación
vigente, esta forma de apremio es subsidiaria de la subasta, porque sólo puede
producirse si aquélla ha fracasado, por falta de postores, o por falta de
postura admisible. Y se diferencia de la adjudicación para pago porque mediante
ésta se entrega el bien al ejecutante no para que lo adquiera en propiedad,
sino para que se cobre con su producto, sin que aquél salga del patrimonio
responsable.
Las raíces de esta institución son tanto históricas como puramente
económicas. Pues es claro que si se opta por un procedimiento de apremio
destinado a convertir en medio de pago los bienes del patrimonio responsable,
una vez ofrecidos al mercado dichos bienes mediante cualquier forma de subasta,
si no se formula postura admisible, debe preverse el destino de los bienes, y
éste sólo puede ser la entrega al acreedor, o la liberación de los mismos.
Es precisamente la necesidad de regular este fenómeno el que conduce a
establecer unas normas que convierten a un bien que aparentemente carece de
valor de cambio en medio de pago, predeterminando su valor, de manera que el
ejecutante pueda ajustar su conducta a tal seguridad. Lo que a su vez tiene una
fuerte relevancia para el desarrollo de la ejecución.
Para conocer no obstante los orígenes de la concreta regulación actual, es
necesario considerar que el procedimiento de apremio que hoy conocemos procede
en esencia de la elaboración medieval de conceptos procedentes del derecho
romano tardío, en el que la ejecución consistía esencialmente en poner al
acreedor en posesión de los bienes de su deudor para hacerse pago con su
producto, o en último extremo, con ellos, pero siempre previniendo sus posibles
abusos, mediante la prohibición o atenuación de la llamada lexcomissoria, esto
es, la facultad del acreedor para hacer suyos los bienes dados en garantía por
su deudor, peligrosamente cercana a la autotutela. Y puede por ello pensarse
que la obsesión del legislador desde tiempos de Constantino para evitar que el
acreedor se hiciera dueño de los bienes de su deudor ha determinado en gran
medida la estructura de nuestro proceso de ejecución, en cuanto a la necesaria
intervención del Poder Judicial independiente para operar la transmisión de los
bienes del patrimonio responsable a los de su acreedor. No es tampoco casual
que mantenga su vigencia el artículo 1.859 del Código Civil, que sólo puede
comprenderse desde esta perspectiva.
Es de origen medieval la equiparación de la subasta judicial a la
compraventa civil, que ha subsistido en nuestro ordenamiento jurídico y
jurisprudencia hasta la entrada en vigor de la Ley de Enjuiciamiento del año
2.000, y que precisamente ha motivado que la adjudicación al ejecutante se
considerase incorrectamente una especie de dación en pago de deudas, que es
necesario regular desde la perspectiva de evitar el despojo del deudor con el
correlativo enriquecimiento sin causa del acreedor, y destrucción incluso de la
capacidad económica del deudor.
Y es en este contexto en el que se establece como regla general, invariable,
que la adjudicación de los bienes nunca pueda producirse por valor inferior
a la mitad de su justo precio, aplicando a las enajenaciones judiciales la
norma de la prohibición de la lesión enorme o enormísima, que en el derecho
privado se traduce en la facultad de rescisión del contrato, y en el derecho
procesal, en la imposibilidad de adjudicación de los bienes por importe
inferior al 50% del valor de tasación. Este 50% no sólo es un referente
simbólico de la justicia de la enajenación, sino que matemáticamente
garantiza que en caso de existir error en la valoración del bien, este será un
error mínimo, pues se referirá a la media, y no a un valor extremo. Debe
notarse que a falta de otros elementos de juicio, como pueden ser tasaciones
actualizadas o la concurrencia de diversos postores independientes que valoren
mediante sus pujas el bien, este criterio matemático es el único del que dispondrá
el juzgador para adjudicar el bien al ejecutante.
Así, en la teoría de los glosadores (que pasaría a las Partidas de Alfonso
X, con las consecuencias que para nuestra legislación futura es conocido que
tuvo tal texto) el ejecutante recibe un poder sobre el patrimonio responsable
análogo al de un acreedor pignoraticio, y como tal, (y actuando con la
diligencia de un buen padre de familia, o por sustitución del deudor diligente,
como afirmará después la doctrina) para obtener su satisfacción solicitando del
juez el acto de transmisión de los bienes. Llegado el momento de no encontrar
adquirente, el ejecutante podía pedir al juez que le entregase estos
proquantitatecerta (en cuyo caso, la transmisión se trataba como una
compraventa a todos los efectos) o pro toto debito, en cuyo caso se producía la
inmediata extinción de la acción ejecutiva, por pago. Parece que los glosadores
preferían esta forma de terminación del proceso, por simple y definitiva. Y que
nuestro legislador del año 2.000, en cambio, no se decidió claramente por uno u
otro concepto de adjudicación, al contemplar sin una preferencia clara ambas
posibilidades, significativamente en los artículos 670 y 671 LEC. Situación que
al menos se ha clarificado (aunque sin resolver todas las dudas
interpretativas) con la reforma operada por el Real Decreto Ley 8/2011, de 1 de
julio.
Debe notarse, llegados a este punto, que en ningún caso la adjudicación
de bienes en pago es una obligación para el acreedor. Simplemente, y en
expresión paradigmática de lo que se considera una carga en el proceso, el acreedor
se enfrenta a la posibilidad de hacerse pago con los bienes que se ha logrado
localizar, o perder toda posibilidad de cobrar, si no aparecen más bienes o el
deudor llega a mejor fortuna, porque la adjudicación siempre es el último
recurso en el desarrollo del proceso de apremio. Y el Estado incentiva que el
proceso de ejecución que se revela agotado concluya, por razones al menos de
eficiencia, y aunque ello suponga el sacrificio parcial del ejecutante.
Durante el período de la codificación aparece el embargo como institución
desligada de la antigua toma de prendas, pero es fácil reconocer en el mismo
sus orígenes. Ahora es el Estado el que toma el control de los bienes, y los va
a enajenar en el ejercicio de su monopolio jurisdiccional. El art. 986 de la
LEC de 1855 previó que si no había postores en la subasta, quedaba al arbitrio
del actor pedir nueva subasta, previa retasa por peritos, o la adjudicación por
dos terceras partes del valor de los bienes. Si el acreedor no expresaba un
valor de adjudicación, ésta se entendía pro toto debito. Por lejano que parezca
este precepto en el tiempo, en esencia se transmitió a la LEC de 1881, y ha
estado en vigor hasta el año 2001.
Con la legislación hipotecaria (Decreto de 5 de febrero de 1869, y Ley de 2
de diciembre de 1872) se introduce la llamada posesión interina de la finca, o
entrega de la finca en administración al acreedor para que se hiciera pago con
sus frutos, ello dentro de un contexto de monopolio del Banco Hipotecario, que
podía acudir a la ejecución sin provocar el vencimiento anticipado de la deuda,
evitando así arruinar a sus deudores y cargarse de inmuebles improductivos. Eso
sí, debe notarse que entonces, con mayor sentido económico, se hipotecaban
fincas dedicadas al cultivo, y no viviendas terminadas o en construcción.
Posteriormente hizo su aparición la institución de la cesión del remate, que
aun cuando se justificaba como un incentivo para la concurrencia de los
postores a las subastas, se convirtió en una cobertura de fraudes de tal
trascendencia que hubo de eliminarse por la Ley 10/1.992, de 30 de abril (norma
que, por cierto, finalmente equiparó la regulación de la subasta en ejecución
hipotecaria a la general de los arts. 1.511 a 1.519 de la LEC de 1881). Aunque,
en cuanto privilegio útil, pervivió únicamente a favor del propio ejecutante
(convertido así de hecho en intermediario en la enajenación), que en el
presente puede utilizarla para ceder no sólo el remate, sino la adjudicación.
Este privilegio nada despreciable de hecho viene a convertir la convocatoria de
la subasta en un mero trámite ritual, pues el adjudicatario puede utilizar la
vía privilegiada para hacerse con el bien por un precio menor que el que
alcanzaría en subasta, y posteriormente revenderlo sin pagar siquiera
impuestos, y como si se hubiera operado una sola transmisión, privando al
deudor de la posibilidad de conocer el beneficio real obtenido por su
ejecutante, que además, formalmente conserva acción ejecutiva para reclamar el
resto de la deuda.
Y ello pese a que la intervención directa del ejecutante en la subasta
tradicionalmente tuvo por sentido el de permitirle pujar para elevar el valor
de los bienes (en interés de acreedor y deudor) y prevenir conductas colusivas
de terceros, para hacerse con los bienes por un precio vil, defraudando al
acreedor. La regulación de la LEC vigente, si no es interpretada correctamente,
puede convertir al acreedor en dueño absoluto de la enajenación de los bienes
de su deudor, quien queda a merced de aquél tanto en lo relativo a la
valoración de la enajenación, como en lo tocante a la subsistencia de la deuda.
Y ello supone un desequilibrio que debe ser cuidadosamente evitado por el
órgano jurisdiccional, so pena de retrotraer los efectos económicos de la
ejecución del siglo XXI a épocas de la menor garantía de los derechos en juego.
En fin, consideramos indispensable la anterior exposición, que sólo ha
tratado de condensar los aspectos esenciales de la evolución histórica de la
adjudicación en pago, para disponer de elementos interpretativos suficientes
para dar respuesta a la cuestión objeto de litigio, pues, en primer término,
creemos que debe apreciarse cómo la adjudicación de bienes en el proceso de apremio
no es una dación en pago, ni un mecanismo de valoración de los bienes
(lo que es función de la tasación seguida de la subasta), sino un acto procesal
del juez o del secretario, de enajenación forzosa, reglado, y cuya finalidad
última es concluir el procedimiento cuando no existe más alternativa para el
ejecutante que recibir dichos bienes o perder la oportunidad de un mínimo
resarcimiento.
Y además, nos parece de relevancia constatar cómo pese a la tradicional
consideración del proceso de ejecución español como un auténtico "paraíso
del deudor", la evolución legislativa para contrarrestar tan poco deseable
calificación ha conducido de hecho a la atribución al acreedor ejecutante de un
conjunto de mecanismos que generan un fuerte desequilibrio a su favor en cuanto
a la realización de los bienes objeto de apremio, y que por ello exigen una
interpretación cuidadosa para evitar un perjuicio desproporcionado y no querido
por la ley sobre el ejecutado, mediante la ponderación de los efectos
económicos de la conducta del ejecutante en el ejercicio de sus posibilidades
procesales.
CUARTO.- La conducta procesal del acreedor debe examinarse para detectar
mala fe, abuso de derecho o fraude al deudor, y para ello, son
significativos diversos elementos, y especialmente y a título de ejemplo, la
opción por la forma de apremio más gravosa para el deudor, sin correlativo
beneficio para el acreedor; la realización de maniobras para dificultar la
participación en la subasta o controlar el precio del remate, la utilización de
la cesión del remate o adjudicación para eludir la aplicación de los mínimos
legales de adjudicación, o la pasividad ante las reclamaciones de la ejecutada
para utilizar los mecanismos de enervación de la subasta que la LEC pone a
disposición de ciertos deudores.
En el presente caso no se advierten indicios de maniobras como las
expresadas, pero debe analizarse si en el ejercicio de las opciones procesales
por el acreedor ha existido un perjuicio para la ejecutada que deba ser
compensado, o determine la inexigibilidad por el ejecutante de toda o parte de
su pretensión.
Si bien la conducta de la ejecutante es formalmente correcta, en el momento
de exigir el cumplimiento de las obligaciones por su deudor, y acudir a los
Tribunales en tutela de su derecho, pudo elegir no anticipar el vencimiento
y acudir a la adjudicación para pago, evitando que el bien saliera a subasta en
el peor momento económico. También pudo acudir a formas alternativas de
apremio ( arts. 676, 640 y 641 LEC), o al menos haberlas propuesto o
justificado su improcedencia.
Aunque esta opción no puede por sí sola valorarse como un deseo de facilitar
el despojo del deudor, es claro que el derecho de opción que tiene el acreedor
(como todos los derechos: art. 7 del Código Civil) debe ejercitarse con
arreglo a la buena fe, pues en el presente momento económico y social no cabe
reconocer al acreedor la facultad de tomar decisiones susceptibles de causar
perjuicios económicos a otros sujetos atendiendo únicamente a su interés
inmediato, sin asumir las consecuencias que ello pueda tener para todos los
interesados.
Más concretamente, si el acreedor opta unilateralmente por la solución
formalmente más sencilla de acudir a la ejecución hipotecaria en la forma y en
el momento en que lo hace, no puede cargar todas las consecuencias de ello
sobre el deudor, cuya posición hubiera sido más favorable (tanto para él,
como a la larga para el pago de la deuda) si se hubiera retrasado la salida a
subasta del inmueble, o se hubiera evitado mediante el recurso a otra forma de
apremio, capaz también de satisfacer la responsabilidad.
En este sentido, la facultad de vencimiento anticipado debe ejercitarse
responsablemente, pues si bien es cierto que el acreedor tiene derecho a la
devolución del préstamo más los intereses, también lo es que ello se pactó para
que ocurriera a lo largo de un extenso período de tiempo, y que si el deudor
(respecto del que no existen indicios de dolo al incurrir en insolvencia) no
puede pagar los plazos, es evidente que menos aún puede hacer frente a la
totalidad de la deuda pendiente de una sola vez, y en un momento en el que
existe crisis generalizada y es notorio que los inmuebles dados en garantía han
perdido valor.
El acreedor puede alegar que el cambio de circunstancias económicas no puede
perjudicarle en mayor medida que al deudor, quien en el momento de constituir
la garantía hipotecaria asumía el riesgo de pérdida de valor de la misma. Pero
es notorio que en el momento de constituir dicha garantía las condiciones del
préstamo son las que determina la entidad de crédito, que fija elementos como
los tipos de interés moratorio y las condiciones del aplazamiento de la
devolución, y ello en cuanto profesional experto en el tráfico crediticio, con
una información y capacidad de análisis de la misma que no están al alcance del
prestatario. Por lo que al prestar en las condiciones en las que lo hizo
debe asumir los riesgos derivados de ello, cuando para un profesional del
sector era predecible que en el caso de un incumplimiento no voluntario, dada
la evolución del sector inmobiliario, era evidente que el cumplimiento total
devendría imposible.
Es muy significativo que al fijar el tipo de la subasta en la escritura se
mencionase expresamente que ello no era un reconocimiento del valor de mercado
del inmueble. Ello revela bien que las partes tenían consciencia de que el
valor de tasación era diferente del valor real, y pese a ello la acreedora
admitía la garantía, o bien que asumían al menos que en caso de existir la
subasta, ya se hubiera apreciado o depreciado el bien, su valor se mantendría
en todo caso.
En suma, debe concluirse que en la imposibilidad del deudor de hacer frente
a la responsabilidad objeto de la ejecución no sólo han influido factores
atribuibles al mismo, o al contexto económico del momento, sino también de
manera relevante la propia conducta del acreedor. Lo cual debe traducirse en
una mínima necesidad de compartir los efectos perjudiciales de ello, es decir,
la correspondiente responsabilidad.
QUINTO.- Por último, debe analizarse el estado de la regulación procesal en
el momento de producirse la ejecución hipotecaria (por cierto, modificada
después de producirse aquélla) habida cuenta que este proveyente no considera
su interpretación tan evidente como puede aparentar. En concreto, en lo
relativo a la integración de los preceptos que regulan la adjudicación en pago,
esto es, los artículos 670 y 671 LEC.
El artículo 670.2 regula el supuesto en el que el ejecutante, que puede
acudir como postor, resulta rematante de la subasta, y expresamente preveía que
en caso de existir diferencia entre lo que se le deba y el valor resultante
(70% del valor de salida a subasta) el ejecutante deberá consignar la
diferencia.
El artículo 670.4 preveía que si la mejor postura fuera inferior a dicho
70%, el ejecutante, si el deudor no presenta un mejor postor, podrá pedir la
adjudicación del inmueble "por el 70 por ciento de dicho valor (de
tasación) o por la cantidad que se le deba por todos los conceptos, siempre que
esta cantidad sea superior a la mejor postura". Y seguidamente
establece un mecanismo que deja al Tribunal un margen para apreciar la justicia
de la adjudicación por cantidad inferior al 50% del valor de tasación.
El artículo 671, finalmente, establecía que "si en el acto de la
subasta no hubiere ningún postor, podrá el acreedor pedir la adjudicación de
los bienes por el 50 por ciento de su valor de tasación, o por la cantidad que
se le deba por todos los conceptos".
De la anterior regulación resulta un efecto que no puede interpretarse
sistemáticamente en perjuicio del deudor: la LEC parece considerar que el valor
del bien es diferente en función de que se solicite su adjudicación cuando el
ejecutante participe en la subasta, respecto de cuando no lo haga. Es decir,
actúe como licitador (valor mínimo de adjudicación en el 70%) o no (entonces,
el valor es del 50%). Tal norma puede tener sentido en conexión con la
circunstancia de que no existieran postores, pero nunca puede interpretarse en
el sentido de dejar al arbitrio del acreedor la determinación unilateral del
valor de un inmueble respecto del que ya existe una tasación asumida por ambas
partes.
Es decir, la actitud del ejecutante no puede alterar el valor real,
objetivo, del bien con el que se va a hacer pago de la responsabilidad.
Ello sería tanto como admitir una indeseable fisura en la tradicional
prohibición del pacto comisorio, que late en el trasfondo de todos los derechos
reales de garantía, y en la regulación histórica de la propia adjudicación en
pago. El ejecutante, al solicitar la adjudicación del inmueble por el 50%
del valor de tasación, debió ofrecer alguna razón que justificase su
valoración, en lugar de haber optado por el 70% o la totalidad de la deuda,
previstas también en la Ley. Ello es indicativo de que ha actuado guiado
exclusivamente por su intención de obtener el máximo beneficio también con
ocasión del incumplimiento contractual y ejecución forzosa, obviando cualquier
consideración que pudiera favorecer al deudor.
Cuestión añadida es que, aun cuando efectivamente la LEC permitía que el
acreedor se adjudicase el bien por el 50% del valor de tasación, o por el de
toda la deuda, no precisaba quién debía realizar la opción. Generalmente se
da por sentado que ello es facultad del acreedor, pero bien mirado, en tal caso
la opción es absurda, porque produce el efecto de cooperar al despojo del
ejecutado: el acreedor, guiado exclusivamente por su interés en maximizar
beneficio, sólo optará por la adjudicación pro toto debito cuando el valor del
bien sea realmente superior a lo debido, incurriendo por el exceso en un
cierto(pero indetectable) enriquecimiento sin causa. Y todo ello,
nuevamente en función de que el propio acreedor haya optado por comparecer
en la subasta, o no, teniendo entonces la posibilidad de reducir el valor del
bien a hasta dicho 50%.
Ello obliga a concluir que o bien la norma es absurda, y carente de sentido,
o bien la opción no le corresponde precisamente al acreedor. Ni tampoco, por la
misma razón, al deudor. Nada impide considerar que la norma va dirigida, como
todas las normas del proceso de ejecución, que son de carácter necesario, al
Tribunal, y a falta de mención expresa, al Juez, que en cuanto ejerce la
función jurisdiccional debe decidir en qué cuantía se ha extinguido la
responsabilidad, y en cuándo debe considerarse subsistente.
Tal conclusión además se refuerza aplicando los criterios interpretativos
esenciales que impone el artículo 3 del Código Civil, también dirigido
inequívocamente al juzgador, y que prevé: "1.- Las normas se interpretarán
según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los
antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que
han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de
aquellas. 2.- La equidad habrá de ponderarse en la aplicación de las normas, si
bien las resoluciones de los Tribunales sólo podrán descansar de manera
exclusiva en ella cuando la ley expresamente lo permita."
En definitiva, la ejecutante promovió la ejecución hipotecaria existiendo
una tasación y valoración del bien a efectos de subasta asumida por ambas
partes en la escritura de constitución de la garantía hipotecaria, siendo claro
que el ejecutante, en cuanto profesional del crédito, podía y debía prever los
efectos del sobreendeudamiento de los ciudadanos al que contribuyó concediendo
un préstamo que sus deudores no podrían devolver si el inmueble perdía valor,
como ocurrió y no era imposible de prever a la actora. Y además, dicha
parte optó libremente por acudir a la ejecución sin consideración hacia los
efectos que para el deudor tendría la salida a subasta del inmueble que se
adjudicó en pago en aquel preciso momento, la ejecutante debe participar de las
consecuencias del impago e insolvencia del deudor, tal y como permite el
ordenamiento jurídico, y en particular, la regulación de la adjudicación en
pago por la LEC interpretada con arreglo a los criterios sentados por el
art. 3 del Código Civil.
Más detalladamente, por cuanto que:
1º.- La literalidad de los arts. 670 y 671 LEC prevé la adjudicación de los
bienes por toda la deuda, sin expresar que la opción corresponda exclusivamente
al acreedor, y permitiendo considerar que en realidad corresponde al juez. Lo
que le atribuye un margen de decisión de cierta discrecionalidad (que no
arbitrariedad).
2º.- El contexto de dichas normas no es al respecto contradictorio: prevé
una capacidad de opción del acreedor, pero no permite que sus facultades de
atribución de valor del bien sean exclusivas y unilaterales, pues contiene
mecanismos de equilibrio y control y, en última instancia, la necesidad de
que el remate o la adjudicación sean aprobadas (palabra que no puede quedar
vacía de contenido) y revisadas, y en última instancia, se decida por el juez
el valor por el que se extingue la responsabilidad mediante la adjudicación.
Adjudicación que es un acto procesal, dictado previa ponderación de cada
supuesto de hecho, y por tanto, no un acto unilateral de parte.
3º.- Los antecedentes históricos y legislativos contienen una regulación
garantista del deudor, cuya primera finalidad es evitar el despojo, y ello
desde los orígenes del procedimiento de apremio, en el que se sitúa al acreedor
ejecutante en una posición similar a la del acreedor pignoraticio, pero siempre
evitando la existencia de un pacto comisorio, y a la vez, imponiendo valores
mínimos de adjudicación. Nunca se ha dejado al acreedor la disposición
absoluta sobre el valor de adjudicación, igual que nunca se ha impuesto una
adjudicación forzosa de los bienes, obligando a éste a admitirlos en pago.
4º.- La realidad social del momento actual no permite una interpretación
que culpabilice del impago exclusivamente al deudor, y haga pechar al mismo con
todas las consecuencias de la pérdida de valor de la finca dada en garantía,
cuando tanto el exceso de valor de la misma como su pérdida actual van ligados
a la evolución del mercado inmobiliario, evolución a la que no fue ajena la
conducta de la entidad demandante, a quien en todo caso le era exigible conocer
y prevenir mínimamente los efectos de la concesión de créditos en las
condiciones en las que se hizo.
Hacemos nuestra la extensa fundamentación contenida en el auto de 10 de
enero de 2012 dictado por el Juzgado de Instrucción num. 3 de Torrejón de Ardoz
(antiguo Juzgado de Primera Instancia e Instrucción num. 5), invocado por la
actora, acerca de la realidad social y económica, especificando aspectos
concretos pese a su notoriedad, y la abundante producción de regulación
tendente a hacer frente a lo que puede considerarse una situación de excepción,
susceptible no obstante de empeoramiento. A ello puede añadirse que es
precisamente tal situación el principal motivo de las reformas operadas por el
Real Decreto Ley 8/2011, de 1 de julio, y por la Ley 37/2011, de 10 de octubre,
para paliar los efectos destructivos que la ejecución hipotecaria venía
produciendo sobre la subsistencia de las personas implicadas en ellas en
calidad de deudores. Reformas que no eran aplicables al presente supuesto, al
haberse acordado la adjudicación con arreglo a las normas entonces vigentes.
5º.- La finalidad de las normas de la ejecución forzosa es procurar la
satisfacción del derecho del ejecutante, pero ello siempre con respeto de los
derechos del ejecutado, y evitando a toda costa el despojo de sus bienes por un
precio vil, y en último término, su destrucción económica. Tanto por
razones de humanidad, como por la evidencia de que sólo si el deudor mejora
económicamente el acreedor podrá ver resarcido su crédito, aun a largo plazo.
La única alternativa a esta interpretación es la brutal y arcaica costumbre
romana de entregar al deudor insolvente como esclavo a su acreedor, para que
con su trabajo hiciera pago de lo debido (o, en caso de pluralidad de
acreedores, la legendaria partes secanto del deudor, que haría innecesario lo
que hoy conocemos como derecho concursal). Supuesto que no es siquiera
imaginable en nuestra sociedad, y cuya proscripción en cualquiera de sus formas
atenuadas es precisamente la razón de ser del derecho de ejecución.
6º.- Por último, la equidad debe ponderarse buscando el equilibrio en los
beneficios y los perjuicios causados a cada parte por sus respectivas conductas,
cuando ambas partes han actuado con similar falta de cuidado: al menos, con
escasa pericia la acreedora, y con exceso de confianza la deudora. Y es
notorio que las entidades de crédito, y en particular la acreedora, han
recibido apoyo de la sociedad a través del Gobierno y otras instituciones para
evitar las peores consecuencias de los impagos que las afectan, mientras que
los deudores hipotecarios han padecido los efectos de la conducta de la
acreedora, que no ha considerado acudir a formas de exigir su derecho que
hubieran permitido al deudor conservar el inmueble o, al menos, obtener de éste
un importe mayor.
SEXTO.- Todo lo anterior conduce a apreciar que, siendo el valor de
tasación de la finca notablemente superior desde el inicio del cumplimiento del
contrato a la cantidad prestada, y a la cantidad por la que se despachó la
ejecución en concepto de principal, en el presente caso la adjudicación del
inmueble debió serlo por toda la deuda, por no existir justificación para que
lo fuera por importe menor, en tanto que dicha cantidad cierta podía suponer un
enriquecimiento sin causa del acreedor, si como ha sido el caso, se pretende
continuar la ejecución contra la totalidad del patrimonio de la ejecutada
después de haber obtenido del mismo un inmueble que las propias partes
valoraron a efectos procesales en cantidad superior a la de la deuda.
Tal es la única solución posible en el presente momento procesal, pues así
ha sido solicitado por la ejecutada, y la ejecutante (en cuyo patrimonio
ingresó el bien) no ha aportado ningún elemento probatorio o indicio del
valor real del inmueble, mediante nueva tasación o justificación de que éste
fuera incluso inferior al 70% del de tasación, previsto por la LEC como
depreciación general a falta de posturas en la subasta.
Ello no implica una declaración terminante de haber actuado la actora con
abuso de derecho o mala fe procesal, conforme a los artículos 11 de la Ley
Orgánica del Poder Judicial y 7 del Código Civil, pues ello exigiría la
acreditación de un dolo específico e incluso una conducta procesal claramente
tendente al expolio del ejecutado, cuestión que ya se ha examinado, sin haberse
apreciado.
Para alcanzar la presente decisión basta con la concurrencia de
responsabilidades en el impago, y la imposibilidad de conocer el valor real de
la finca adjudicada, debido a la conducta de la propia actora, cuando ésta
misma no obstante había admitido un valor del bien superior al de la deuda,
aun a efectos de subasta exclusivamente, valor que no puede ignorarse, y quedar
marginado en favor de un arbitrario poder de valoración unilateral que se
pretende contenido en la Ley de Enjuiciamiento, convirtiendo al ejecutante en
tasador y parte, obviando las facultades que la Ley confiere al juzgador en el
momento de decidir sobre la extinción de la deuda o responsabilidad discutidas,
y que por este motivo se atribuye históricamente la ejecución forzosa aun
tribunal de justicia, y no al propio ejecutante o a cualquier órgano
administrativo. Se asume en este sentido lo expresado en el fundamento primero,
6º, de la decisión contenida en el Auto de la Audiencia Provincial de Girona,
Sección 2ª, de fecha 16 de septiembre de 2011, que invocaba la ejecutada.
No obstante, el sentido del presente auto no debe considerarse una
conclusión de carácter general o abstracto, aplicable de forma invariable en
todo supuesto de ejecución general derivada de una ejecución hipotecaria, pues
de haber desplegado la ejecutante una mínima actividad probatoria respecto de
la depreciación del bien (desterrando cualquier sombra de enriquecimiento sin
causa por su parte) o de la existencia de un eventual dolo en la conducta de
los deudores, o más aún, respecto de la necesidad de acudir a la ejecución
hipotecaria en el momento en que lo hizo por no existir solución más razonable
desde el punto de vista económico, en lugar de pretender que esta ocurre de
forma automática por un incumplimiento del deudor, la solución hubiera sido
distinta, manteniendo la adjudicación por el valor acordado, o por el 70%, en
función de los hechos acreditados debidamente por la parte con posibilidad para
ello, que generalmente será la adjudicataria.
Sí es, en cambio, criterio de este proveyente que para la resolución de las
controversias derivadas de la adjudicación en pago de bienes en el
procedimiento de apremio, no basta con aplicar un criterio formalista del
cumplimiento de la literalidad de la ley, sino que es preciso examinar si el
valor de los bienes implicados y la conducta procesal de las partes son
merecedoras de la aplicación de una u otra de las consecuencias que la ley
prevé, y que distan mucho de ser inflexibles, según se ha fundamentado.
SÉPTIMO.- Dadas las importantes dudas de hecho y de derecho existentes
respecto de la cuestión litigiosa en el momento de solicitarse el despacho de
la ejecución, y de formularse la oposición, no ha lugar a imponer las costas de
este incidente ni de la ejecución forzosa a ninguna de las partes, pues ni la
una ni la otra pueden considerarse promovidas sin justificación razonable.”
(Ajdo. 1ª Instancia Núm. 7 Terrasa, 16 de Octubre de 2012).